Estamos en esa época en la que recortar ya no significa hacer papiroflexia. En la que la sanidad no es un derecho, sino una partida con la suerte. Donde enfermar es terciario, si puedes trabajar con fiebre, eres apto para el empresario.
Y entre estas turbulencias me encuentro reafirmada en mi decisión de dedicarme a la enfermería. En un momento donde las tijeras del gobierno te "invitan" al sector privado...sin queja porque hay quien, desgraciadamente, no ha tenido siquiera esa opción. Con la boca cosida ante injusticias, no sólo salariales (se justifican en la coyuntura económica actual)sino perjudiciales hacia el mismo paciente...la falta de personal implica un exceso de trabajo, que va en detrimento de la atención, exhaustiva y más que merecida, de los pacientes. El sanitario es reprendido, desde fuera, ante la ineficacia de un estado corrupto en su mayoría (prefiero tener esperanza), porque como suelen increparnos: - ¡Yo te pago!...y no es que le falte razón, pero no somos dianas de dardos que corresponden a otros.
En general, pagamos justos por pecadores...o la medicina ante el político.
Ante cosas así me resguardo en mi profesión aún más...en mis compañeros y los largos turnos de noche, en los pacientes agradecidos, en las anécdotas para contar...
Como la de la otra noche: 4.30 de la mañana, oigo voces. Creo que es la paciente de la 6B, se llama Azucena, tiene 75 años y demencia.
A gritos: - ¡Que venga alguieeeeen!, ¡ que vengaaaa!...cuando abrí la puerta me encontré a la señora sentada en su cama, que me mira y me dice con el dedo levantado en señal de "toma nota": - Mira mi niña, te cuento una cosa, digan lo que digan los pelos del culo abrigan, y con esto ya te puedes ir...
Se acostó y salí de la habitación aguantando las ganas de reirme...pensando: pese a todo...¡cómo no adorar lo que hago!