viernes, 15 de octubre de 2010

El tesoro del corso.

Pendiente de un hilo transparente, cuelga una nube en el cielo. Y mirando hacia el infinito de aquella tierra, se puede apreciar su excéntrica forma montañosa. Allí la naturaleza crea el paisaje ilusorio del que carece su geografía y ante tal espectáculo los ojos tienen que apagar su inmensidad en el agua turquesa que la baña.
En aquel lugar despertó Amaro pegado a su sombra sin luz…inexplicable.
Vivía en esa región cuyos cabos conformaban su aurícula derecha y su ventrículo izquierdo en una especie de zigzag sin sentido, que acababan limitados por un acantilado de piedras en el riñón.
Por ello Amaro padecía grandes dolores…inexplicable también.
Pasaba horas observando su larga figura acercándose a la ventana del horizonte marítimo que le rodeaba y pese a las controversias de su vida, calmaba sus achaques atravesándola…cada mañana.
Su silueta sinuosa jugaba con el jardín de pencas que maduraban sus frutos repletos de picos para asustar, incluso, a los más atrevidos. Frutos estos, casi inalcanzables, pero placenteros al paladar.
“No sólo picos esconden esas plantas”- pensaba el corso, mirando con gusto el postre que cataría en el almuerzo.